miércoles, 3 de febrero de 2010

Lugares comunes a lo patojo

Al perro no lo capan dos veces

Ni al perro, ni al gato ni al misiringato los capan dos veces.  El problema es que al hombre, sí; bueno, por lo menos figuradamente.  Un hombre comete errores y los repite; lo grave ocurre cuando se da cuenta y lo justifica con inventos que ni él mismo cree.

Estanislao Zuleta decía que empleábamos métodos explicativos muy diferentes cuando se trataba de “los fracasos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él”.  En el caso del otro aplicamos el esencialismo, en nuestro caso el circunstancialismo: “Él es así; yo me ví obligado”.  Es una forma de persistir en el error; como decir, caparse uno mismo varias veces; en otros ámbitos de la naturaleza no hay animal mayor de terco.

Como de conseguir plata se trata, en nuestro paraíso capitalista hay diferentes métodos para lograrlo.  Basta inventarse un juego donde yo gane y los demás consignen; estas son las llamadas pirámides, que ahora mismo están de moda; aunque siempre han existido, sólo que antes caparon a unos clientes y hoy los vuelven a capar con otro nombre.  Antes les llamaban aviones, cadenas, ruletas; ahora las volvieron a reencauchar como pirámides, y ese me parece un nombre preciso: aquí únicamente gana el que está en la cima, el que se inventó el juego.  Los de abajo son tan mensos que después de consignar una plata que nadie les obligó a hacerlo, todavía quieren que se las devuelvan.  También se puede perder dinero dos veces, y seguidas, cuando a uno lo meten en la condición del vecino buena gente, muy cordial, nada pichicato y hasta buen mozo.  De estas palabras se valen algunas damas que tienen psicología de tigre, porque saben distinguir la presa en medio de manadas de hombres-lobo.  La primera vez dijo la dama que sólo necesitaba cincuenta mil pesitos para cuadrar caja antes de que llegara el jefe; se prestaron y se perdieron.  La segunda vez necesitaba un codeudor de dos millones para ponerle un negocio al hijo; se firmó y el hijo no pagó.  Después de dos capadas, quedó la buena fe asaltada; pero, eso sí, “¡qué buena persona es el vecino!”.

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