A ojos vista
Otra de ojos, pero es un idiotismo. Aquí la evidencia es confirmada por este doble sentido, la vista y los ojos. No admite equivocación porque si la vista engaña, los ojos no. Equivale a estar de cuerpo presente y con dos testigos: los ojos. Es el escrutinio al que se someten las reinas tropicales (o en trance de serlo); mientras están vestidas, el organdí, la muselina o el lino de oriente ofrece una imagen que, a ojos vista, es el encanto de la inocencia a punto de perderse. La niña -no importa que tenga los años de dos pubertades- sigue siendo la niña, envuelta en filigrana de algodón egipcio. Otra cosa es cuando se desviste. Queda más indefensa que marido sin cachos, metida en un diminuto traje de baño que no sirve para bañarse, si acaso para depilarse en tierra caliente.
Aquí, es cuando opera el lugar común que nos ocupa. El género masculino aguza los ojos y penetra la mirada hasta el filo donde el estorbo de traje se hace grande para lo que tapa. Los ojos escrutan y la vista se tuerce hacia la imaginación; si la imaginación funciona es porque los elementos de aproximación son efectivos, como por ejemplo una transparencia hecha a propósito o con el propósito de parecer casual. Si esto sucede, tenemos a una reina a ojos vista.
En los estrados judiciales hacen de esta figura una norma. El juez exige que la audiencia se haga con la presencia del acusado y con las pruebas escritas que lo comprometen. El defensor se acerca para señalar al reo; con el índice derecho estirado hacia el individuo “acuscambao” el juez no tiene otra opción que aceptar que es ése y no otro el acusado. Luego se acerca el acusador, un fiscal que maneja un arrume de papeles, debidamente foliados, que constituyen las pruebas de incriminación; su señoría las ve, las ojea y mete los ojos hasta el más recóndito lugar donde alcanza a distinguir una polilla que no existía cuando el acusado era apenas sospechoso. Entonces, ya con la absoluta seguridad de que no le han metido gato por liebre, el juez inicia la audiencia:
Otra acepción es la que aparece cuando el marido infiel se escabulle hacia el cuarto de servicio con la absoluta seguridad de que su esposa está en misa de seis. Pero ella vuelve sobre sus pasos antes de la ascensión y encuentra a su marido ya en pleno descendimiento. A éste, en vez de reconocer que a ojos vista es un infiel, sólo se le ocurre decirle a su mujercita rezandera, en el colmo del miedo: