domingo, 28 de junio de 2009

Lugares comunes a lo patojo

A ojos vista

Otra de ojos, pero es un idiotismo. Aquí la evidencia es confirmada por este doble sentido, la vista y los ojos. No admite equivocación porque si la vista engaña, los ojos no. Equivale a estar de cuerpo presente y con dos testigos: los ojos. Es el escrutinio al que se someten las reinas tropicales (o en trance de serlo); mientras están vestidas, el organdí, la muselina o el lino de oriente ofrece una imagen que, a ojos vista, es el encanto de la inocencia a punto de perderse. La niña -no importa que tenga los años de dos pubertades- sigue siendo la niña, envuelta en filigrana de algodón egipcio. Otra cosa es cuando se desviste. Queda más indefensa que marido sin cachos, metida en un diminuto traje de baño que no sirve para bañarse, si acaso para depilarse en tierra caliente.

Aquí, es cuando opera el lugar común que nos ocupa. El género masculino aguza los ojos y penetra la mirada hasta el filo donde el estorbo de traje se hace grande para lo que tapa. Los ojos escrutan y la vista se tuerce hacia la imaginación; si la imaginación funciona es porque los elementos de aproximación son efectivos, como por ejemplo una transparencia hecha a propósito o con el propósito de parecer casual. Si esto sucede, tenemos a una reina a ojos vista.

En los estrados judiciales hacen de esta figura una norma. El juez exige que la audiencia se haga con la presencia del acusado y con las pruebas escritas que lo comprometen. El defensor se acerca para señalar al reo; con el índice derecho estirado hacia el individuo “acuscambao” el juez no tiene otra opción que aceptar que es ése y no otro el acusado. Luego se acerca el acusador, un fiscal que maneja un arrume de papeles, debidamente foliados, que constituyen las pruebas de incriminación; su señoría las ve, las ojea y mete los ojos hasta el más recóndito lugar donde alcanza a distinguir una polilla que no existía cuando el acusado era apenas sospechoso. Entonces, ya con la absoluta seguridad de que no le han metido gato por liebre, el juez inicia la audiencia:

- A ojos vista, están presentes el acusado y el acervo probatorio-.

Otra acepción es la que aparece cuando el marido infiel se escabulle hacia el cuarto de servicio con la absoluta seguridad de que su esposa está en misa de seis. Pero ella vuelve sobre sus pasos antes de la ascensión y encuentra a su marido ya en pleno descendimiento. A éste, en vez de reconocer que a ojos vista es un infiel, sólo se le ocurre decirle a su mujercita rezandera, en el colmo del miedo:

- ¡Te cogí mirándome!-.

jueves, 11 de junio de 2009

Lugares comunes a lo patojo

A ojo de buen cubero

Tener buen ojo es una cualidad temible, y se les atribuye a los que construyen cubos, cubas y han viajado a Cuba. Estos últimos son los que mejor ojo tienen para escoger entre tantas bellezas juntas a la mujer que ha de acompañarlos por los caminos de Cuba y luego por los de la vida. Aunque, para ser sinceros, escoger en Cuba no requiere ojo de buen cubero sino buenos dólares y, muchas veces, la promesa de visitar un país capitalista para ver la diferencia.

Un cubero fabrica cubos, tira el ojo y luego el nivel y siempre falla el nivel. De tal manera que la apreciación es infalible; de ahí que, para refrendar un hecho o un acto perfecto en cualquier disciplina, acudimos a esta expresión. Así vemos construcciones como salidas de la academia: “Estamos en el trance crucial de una elección y todo hace presagiar, a ojo de buen cubero, que éstas serán definitivas y perfectas”.

Decíamos que tener buen ojo es una cualidad temible. Miren no más la apreciación de la suegra por el yerno; nunca falla. La novia no le ve defectos al zoquete que le tira el brazo por la cintura; si acaso los vislumbra y transforma en virtudes. La suegra manda el ojo hasta el repliegue más íntimo y determina que el tal yerno tiene escasa materia prima que satisfaga las necesidades de su hija (y las suyas). Si a esta deficiencia se le agrega una limitada capacidad de encanto hacia quien podría ser su alcahueta (cuando no su amante mayor), la suegra, llega a la conclusión definitiva: “Ese entelerido no es el tipo para mi hija”. Ahora toca convencer a la sonsa, que se derrite como mantequilla tirada al sol. Comienza el trabajo de demolición:

- ¿Sí vio, mija? Ese novio suyo evita que yo lo mire, algo sospechoso debe ocultar. ¿No se dio cuenta de que lo saludo con una sonrisa y a mí me tuerce la trompa? Se hace el disimulado frente a usted, porque parece que le gusto. Un hombre así es de cuidado. Hay mejores caballeros que ese langaruto desnutrido, y la están esperando-.

La suegra, a ojo de buen cubero, se tiró el idilio.

lunes, 1 de junio de 2009

Lugares comunes a lo patojo

A la hora del té

 

Hace algunos meses en Cartagena -la ciudad costera de Colombia que quisieron conquistar los ingleses y apenas dejaron, después de su intento, dos rastros británicos: el Junior y el Sporting- unos inversionistas (deben haber sido ingleses persistentes) quisieron construir el edificio más alto de la costa norte, llamado La Escollera.  Después de construir el setenta por ciento de la estructura, apareció una tormenta tropical que lo dejó inclinado.  A la hora del té, el edificio no respondió a los embates de la naturaleza y debió ser demolido.

 

A la hora del té es el momento cumbre donde las verdades surgen y el error -o el acierto- aparece.  En un té para señoras -o de familia- se destacan los hechos del día y los protagonistas de la noche.  En este tribunal supremo donde sólo hay fiscales, se determina el grado de culpabilidad del reo objeto de la discusión, o bien la inocencia del zoquete ausente.  Las consecuencias se irán acumulando y desgranando en sólidas relaciones sociales o en rompimientos tenues hasta la rotura definitiva.  A la hora del té nuestra sociedad condena o absuelve.

 

Hay personas que se abonan el derecho de calificar feo –rajar, decimos nosotros- nuestros valores entrañables y lo siguen haciendo sin encontrar impedimento.  Estas personas, al no encontrar oposición, creen que ya tienen licencia para abusar, e irremediablemente les llega la hora del té cuando el sarcasmo nuestro las frena en seco y las pone en el sitio donde deben estar: en las puertas de una correccional, y quedan más aburridas que funcionario insubsistente.  Sucedió en el antiguo Café Alcázar de Popayán.  A un paisa atrevido y sin reparar en su entorno le dio por rajar de la ciudad.  Seguro le había ido mal por sus propias limitaciones y se las atribuía a la ciudad y a sus gentes que no tenían nada que ver en el asunto.  Para este paisa Popayán era poco menos que una letrina de su entrañable Medellín.  Hasta cuando el “Genio” Castrillón, que hacía presencia, no se aguantó y lo comparó:

 

- Mi estimado amigo, usted se parece, con sobrados méritos, a Don Marco Fidel.

- ¿Por lo de escritor?

- No, por lo hijueputa.