jueves, 11 de marzo de 2010

Lugares comunes a lo patojo

Apagá y vámonos

Aún se acostumbra en los paseos campestres de clase baja, y media jodida, decir cuando toca volver al hogar: apagá y vámonos.  Entonces se le echa agua al fogón ceniciento donde se hizo el sancocho, para apagarlo.  En clases más elevadas se tiene el dicho apaga y vámonos -como ustedes ven, es más refinado sin tilde- para indicar que la trifulca amorosa en lecho alquilado finalizó y se acude al interruptor para apagar la luz y ocultar los destrozos de la lujuria.

Algunos columnistas de prensa tienen por costumbre usar este giro para dar a entender que sobreviene una tragedia política inesperada y es mejor irse, por las posibles consecuencias trágicas.  A diferencia de los amantes y paseantes, que se van porque acabaron, acá va a empezar la cosa y se vislumbra feo el panorama.  La política en nuestro país no es esa confrontación de ideas para mejorar las condiciones de la comunidad; es la gazapera por puestos burocráticos, que se confunde con el poder.  Un político nuestro es importante porque da puestos y contratos, nunca porque aporta ideas o teorías que enriquezcan la forma de gobernar.  Bueno, en política mejor apaguemos y chao.

Volvamos a nuestra condición de terrenales limitados y no olvidemos que es mejor divertirnos, así se acerque el político más hacendado a recordarnos su tarjetón.  Hablando de hacendados, entre éstos existe la costumbre de empujar con el verraquillo los cuartos traseros de los caballos para que anden rápido, y cuando esto no es suficiente, entonces se hace el ruido característico como si se estuviera chupando con la boca para que el animal acelere.  De aquí aparece un gracejo entre Guadalupe y Tomás, paseantes de la finca:

- Quiere, doña Guadalupe,
¿se lo empuje por detrás?
- Gracias, don Tomás,
prefiero que me lo chupe.

lunes, 1 de marzo de 2010

Lugares comunes a lo patojo


Amanecerá y veremos

Un argentino con nulos ribetes de teólogo, que no cito por lo anónimo y porque descubre su vocación por el desplante a Borges, decía, en los años setenta, que “Borges es una de las pruebas de la inexistencia de Dios.  ¿Por qué?  Porque si Dios realmente existiera, lo hubiera hecho mudo y no ciego”.  En efecto, Jorge Luis Borges perdió la visión al final de su vida, pero veía con las palabras y era mordaz crítico, tanto así, que decía que a la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, le sobraban cuarenta páginas.  Ciegos como Borges no necesitan que amanezca para ver.

En nuestros solares patrios los dirigentes políticos y gremiales -los que diariamente nos asaltan con su elocuencia de culebreros de pueblo en feria- que tienen acendrada inclinación por la violencia, cuando acuden a esta frase están confirmando una velada amenaza: “Amanecerá y veremos”.  En la otra orilla de la acepción debemos referirnos a esos abnegados rescatadores de la Cruz Roja, que no saben de violencia pero sí de vida, y arriesgan la suya para que otro deje de ser damnificado y pase a ser consentido por una nueva oportunidad de vivir.  Cuando el sol se oculta y la noche tapa las desgracias humanas, estos verdaderos héroes sufren como Napoleón en vísperas de una batalla, porque no se ve el escenario de la tragedia.  Aparece entonces la resignación, la misma de un jugador de lotería cuando pierde: amanecerá y veremos.

No es propio de seres humanos sentir felicidad por la desgracia ajena; aunque algunos profesionales de la oftalmología, cuando se equivocan, acuden a esta figura como consuelo.  Un distinguido oculista -distinguido por los que nunca fueron sus pacientes- operó a un empleado en un ojo (el único que tenía bueno, pero comenzaba a envejecer) y el resultado fue desastroso.  Amaneció y no vio.  Hecho el reclamo por el afectado, el profesional de ojos apeló a la conmiseración:

- No se preocupe.  Siempre será mejor que le digan pobre cieguito, y no tuerto hijueputa-.