Apagá y vámonos
Aún se acostumbra en los paseos campestres de clase baja, y media jodida, decir cuando toca volver al hogar: apagá y vámonos. Entonces se le echa agua al fogón ceniciento donde se hizo el sancocho, para apagarlo. En clases más elevadas se tiene el dicho apaga y vámonos -como ustedes ven, es más refinado sin tilde- para indicar que la trifulca amorosa en lecho alquilado finalizó y se acude al interruptor para apagar la luz y ocultar los destrozos de la lujuria.
Algunos columnistas de prensa tienen por costumbre usar este giro para dar a entender que sobreviene una tragedia política inesperada y es mejor irse, por las posibles consecuencias trágicas. A diferencia de los amantes y paseantes, que se van porque acabaron, acá va a empezar la cosa y se vislumbra feo el panorama. La política en nuestro país no es esa confrontación de ideas para mejorar las condiciones de la comunidad; es la gazapera por puestos burocráticos, que se confunde con el poder. Un político nuestro es importante porque da puestos y contratos, nunca porque aporta ideas o teorías que enriquezcan la forma de gobernar. Bueno, en política mejor apaguemos y chao.
Volvamos a nuestra condición de terrenales limitados y no olvidemos que es mejor divertirnos, así se acerque el político más hacendado a recordarnos su tarjetón. Hablando de hacendados, entre éstos existe la costumbre de empujar con el verraquillo los cuartos traseros de los caballos para que anden rápido, y cuando esto no es suficiente, entonces se hace el ruido característico como si se estuviera chupando con la boca para que el animal acelere. De aquí aparece un gracejo entre Guadalupe y Tomás, paseantes de la finca:
- Quiere, doña Guadalupe,
¿se lo empuje por detrás?
- Gracias, don Tomás,
prefiero que me lo chupe.